Cuando era muy jovencita había contemplado la posibilidad de ser madre, una vez concluida la carrera y después de conseguir un trabajo estable y una pareja que quisiera compartir conmigo esa gran responsabilidad. No podría precisar si era instinto maternal, si se imponía lo que dictaba la tradición o lo que esperaba la familia y la sociedad de mí.
Había nacido en un pueblo pequeño y cuando casi todas mis compañeras del colegio habían decidido ser madres, yo le daba vueltas al asunto pensando que la situación económica del país no era la idónea para traer un hijo al mundo. A cumplir los 25 años, muchas vecinas le preguntaban a mi madre por qué no había dado yo ese importante paso en la vida de toda mujer.
«Se aprende a ser madre por ensayo y error»
En honor a la verdad, me parecía una edad temprana para tener un hijo y aún no era yo autosuficiente desde el punto de vista económico. A pesar de haber terminado una carrera universitaria, ganaba un sueldo irrisorio que no alcanzaba para lograr la tan anhelada independencia. Muchos proyectos personales y profesionales daban vueltas en mi cabeza, asuntos que me parecían tan trascendentales como ser madre y que requerían tiempo y energías para llevarlos a cabo.
Comencé a acercarme a los treinta y el tema seguía aparcado, a la espera de una mejoría económica que no llegaba. Y por ese azar que a veces se presenta como un visitante inesperado, me vi sentada en un avión de Iberia rumbo a Islandia. En el año 1998 me convertí en una emigrante que dejaba atrás su tierra natal para probar fortuna muy cerca del círculo polar ártico.
El estar lejos de la familia, de mis costumbres y de mi propia identidad reforzó en mí el deseo de ser madre. Cuando te ves obligada a emigrar el sentimiento de desamparo se manifiesta y nace en ti la necesidad de sentir la compañía de un ser que has gestado y parido. Aquello de “carne de tu carne y sangre de tu sangre” cobra sentido.
Así, un día lluvioso de agosto, en el Hospital Nacional de Reykjavík, nació Diego. Después de un parto provocado y difícil a las casi 42 semanas de gestación, los médicos me mostraban en quirófano un bebé moreno y grande que lloraba a pleno pulmón. El primer niño de padres cubanos nacido en Islandia llegaba cuando el verano parecía querer pasar el relevo al otoño. Parir en otro idioma y con otro clima tiene sus complicaciones, pero el lenguaje del amor y la paciencia de las matronas que me atendieron, mi ginecóloga y el personal del quirófano, me hicieron sentir en casa.
Ser madre en otra latitud
Como me habían practicado una cesárea, estuve una semana recuperándome en el hospital. Todas las enfermeras de la sala venían a conocer al único niño moreno nacido allí probablemente en mucho tiempo. Nunca olvidaré el cariño y las atenciones que me profesaron. Me enseñaron a darle el pecho, a cambiar los pañales, a bañarlo y a cuidar de él. Durante las noches venían a buscarlo para que yo pudiera descansar.
Hacía poco más de un año que había llegado a Islandia y no hablaba el idioma, pero allí todo el personal dominaba el inglés y la comunicación nunca fue un problema. Diego era un bebé sano y fuerte. Su gran tamaño y sus cuatro kilos de peso me hacían pensar que su ADN contenía alguna partícula del pasado vikingo de esta tierra de fuego y hielo.
Cuando te conviertes en madre lejos de casa siempre te asalta la duda de si serás capaz de hacerlo bien sin la ayuda de la familia. Sin tus seres queridos cerca y sin un manual de instrucciones, crees que tu vida se ha convertido en un rompecabezas muy complicado de armar. Recuerdo que cuando me dieron el alta médica le pregunté a mi doctora si no podía estar una semana más en el hospital. Ella sonrió y me preguntó si no tenía ganas de irme a casa. Estaba aterrorizada pues sabía que su padre trabajaría durante todo el día y yo tendría que ocuparme de satisfacer todas las necesidades del bebé.
Algunas amigas me decían que nuestro instinto maternal nos indicaba qué hacer en cada momento, que todo iría sobre ruedas. Sin embargo, los temores estaban ahí cada día y yo no perdía de vista a Diego ni un minuto. Aprovechaba cuando dormía para comer o ducharme y, a veces, si estaba despierto lo acostaba en el carrito que usaba para trasladarlo en el coche y lo ponía en el cuarto de baño mientras me duchaba. Mi ginecóloga me aconsejó que, aunque lloviera o nevara, lo abrigara bien y saliera a dar una vuelta por el vecindario. De esa manera él se acostumbraría a la crudeza del clima y me obligaría a mí a dar un paseo que necesitaba. Gracias a las justas leyes islandesas pude disfrutar de una baja maternal de ocho meses.
«El instinto maternal no siempre te llevará por el camino correcto»
Por supuesto, no creo ser una heroína por haber parido en otra latitud. Entiendo y respeto a las que deciden no ser madres en mis circunstancias y en otras similares. Aunque leas mucha literatura sobre el tema, nunca estás preparada para esta ardua tarea. Se aprende a ser madre por ensayo y error. Probablemente te halarás los pelos y te preguntarás por qué te has metido en semejante berenjenal cuando el bebé llore durante una hora porque le cuesta dormirse o padece el cólico del lactante, cuando llores lágrimas de sangre como consecuencia de una mastitis, o cuando te llamen de un centro de salud porque tu hijo adolescente no controló lo que bebía en un concierto.
El instinto maternal no siempre te llevará por el camino correcto, ni te dará las herramientas adecuadas para resolver los conflictos. Cometerás muchos errores y en ocasiones acertarás. Así ha sido desde nuestras tatarabuelas. Sin embargo, hoy puedo asegurar que convertirme en madre en otra latitud fue un acto temerario del que nunca me arrepentiré.
Si te interesa el tema de la maternidad, puedes consultar otros artículos publicados en esta revista: https://www.landbactual.com/narcisa-historia-de-una-madre/
Fotos: Belkys Rodríguez
Me llamo Belkys Rodríguez Blanco. Sí, un nombre muy parecido al de la reina de Saba, pero soy periodista. Me gradué en la Universidad de La Habana, en la era de la máquina de escribir alemana. Como el sentido común manda, me he reinventado en este fascinante mundo digital.
Escribo desde los once años y ahora soy una cuentacuentos que a veces se dedica al periodismo y, otras, a la literatura. Nací en Cuba, luego emigré a Islandia y ahora vivo en Gran Canaria. Estoy casada con un andaluz y tengo un hijo cubano-islandés. Me encantan los animales, la naturaleza y viajar. En resumen, soy una trotamundos que va contando historias entre islas.