Cada vez que llega la panza de burro la gente de esta ciudad se aburre y comienza a contar historias que yo llamo de color plomizo como el cielo que pesa sobre nuestras cabezas. Mi compañero de habitáculo dice que es cierto, que esa familia vivió durante muchos años en el barrio de San Nicolás hasta que emigró a América, a una región perdida de Brasil y nunca se volvió a saber de ella. Esto es lo que escuché mientras paseaba por la calle Galeón. La historia de Rebeca, una joven que sufrió una enfermedad terrible que cambió completamente su apariencia y su vida:
Cuentan que caminaba de un lado a otro de la casona familiar como alma en pena. Sus padres le habían prohibido salir a la calle pues un extraño virus castigaba la ciudad y ya se había cobrado la vida de muchas personas. Ella se estrujaba las manos con nerviosismo pensando en los días transcurridos entre aquellas cuatro paredes, sin poder ver al chico que le gustaba. Aunque la rara enfermedad se ensañaba solo con las personas mayores, su madre prefería que se quedaran todos encerrados en casa, especialmente la abuela que ya había cumplido los 102 años.
«Con tanta algarabía nadie se percató de que la apariencia de la niña había cambiado notablemente»
“Si esto se alarga mucho, me quedaré para vestir santos”, mascullaba Rebeca. Sergio era el primer chico que se había interesado por ella. Su familia pensaba que era por el dinero pues la muchacha no era muy agraciada. Cuando tenía diez años una infección de varicela cubrió todo su cuerpo y estuvo a punto de matarla. Los médicos no daban muchas esperanzas, así que sus padres mandaron a buscar al cura para que le diera la extremaunción. La familia al completo permaneció a su lado durante los largos diez días que estuvo la niña en cama, con unas fiebres muy altas y delirando. La abuela rezaba sin parar arrodillada frente a la imagen de la Virgen de los Dolores. El perro, tumbado a los pies de la cama, suspiraba y gemía. Cada rato se ponía a aullar y todos se persignaban aterrorizados.
Una mañana, víspera de primavera, Rebeca amaneció sin fiebre y pidió algo de comer. El perro comenzó a ladrar enloquecido y sus familiares se abrazaron y lloraron de felicidad. Con tanta algarabía nadie se percató de que la apariencia de la niña había cambiado notablemente. El cabello se había teñido de gris, tenía la boca torcida, la nariz ganchuda y su cuerpo plagado de unas horribles cicatrices.
Mientras todos se fueron al salón a descorchar una botella de champán, la abuela se acercó a la cama y se quedó mirando detenidamente a la chiquilla. Levantó lentamente la sábana que la cubría y su vista de águila fue recorriendo cada centímetro del cuerpo de Rebeca. De repente, el grito salió disparado de sus cuerdas vocales y sin hacer uso del bastón que siempre la acompañaba, salió corriendo de la habitación. “¡Está maldita, no se acerquen!”, dijo cuando, sin aliento y con la palidez de un muerto, llegó al salón donde algunos ya estaban en estado de embriaguez.
Continuará…
Si quieres leer la entrega anterior de Ángela Vicario, pincha en este enlace: https://www.landbactual.com/otra-historia-habanera/
Fotos: Sergio Rodriguez (Unsplash)/El blog de Luis Roca